ESPEJOS. UNA HISTORIA CASI UNIVERSAL (2008), de Eduardo Galeano (selección de textos) El metelíos Estaban separados el cielo y la tierra, el bien y el mal, el nacimiento y la muerte. El día y la noche no se confundían y la mujer era mujer y el hombre, hombre. Pero Exû, el bandido errante, se divertía, y se divierte todavía, armando prohibidos revoltijos. Sus diabluras borran las fronteras y juntan lo que los dioses habían separado. Por su obra y gracia, el sol se vuelve negro y la noche arde, y de los poros de los hombres brotan mujeres y las mujeres transpiran hombres. Quien muere nace, quien nace muere, y en todo lo creado o por crear se mezclan el revés y el derecho, hasta que ya no se sabe quién es el mandante ni quién el mandado, ni dónde está el arriba, ni dónde el abajo. Más tarde que temprano, el orden divino restablece sus jerarquías y sus geografías, y pone cada cosa en su lugar y a cada cual en lo suyo; pero más temprano que tarde reaparece la locura. Entonces los dioses lamentan que el mundo sea tan ingobernable. Fundación de la belleza Están allí, pintadas en las paredes y en los techos de las cavernas. Estas figuras, bisontes, alces, osos, caballos, águilas, mujeres, hombres, no tienen edad. Han nacido hace miles y miles de años, pero nacen de nuevo cada vez que alguien las mira. ¿Cómo pudieron ellos, nuestros remotos abuelos, pintar de tan delicada manera? ¿Cómo pudieron ellos, esos brutos que a mano limpia peleaban contra las bestias, crear figuras tan llenas de gracia? ¿Cómo pudieron ellos dibujar esas líneas volanderas que escapan de la roca y se van al aire? ¿Cómo pudieron ellos...? ¿O eran ellas? Breve historia de la civilización Y nos cansamos de andar vagando por los bosques y las orillas de los ríos. Y nos fuimos quedando. Inventamos las aldeas y la vida en comunidad, convertimos el hueso en aguja y la púa en arpón, las herramientas nos prolongaron la mano y el mango multiplicó la fuerza del hacha, de la azada y del cuchillo. Cultivamos el arroz, la cebada, el trigo y el maíz, y encerramos en corrales las ovejas y las cabras, y aprendimos a guardar granos en los almacenes, para no morir de hambre en los malos tiempos. Y en los campos labrados fuimos devotos de las diosas de la fecundidad, mujeres de vastas caderas y tetas generosas, pero con el paso del tiempo ellas fueron desplazadas por los dioses machos de la guerra. Y cantamos himnos de alabanza a la gloria de los reyes, los jefes guerreros y los altos sacerdotes. Y descubrimos las palabras tuyo y mío y la tierra tuvo dueño y la mujer fue propiedad del hombre y el padre propietario de los hijos. Muy atrás habían quedado los tiempos en que andábamos a la deriva, sin casa ni destino. Los resultados de la civilización eran sorprendentes: nuestra vida era más segura pero menos libre, y trabajábamos más horas. Fundación de la escritura Cuando Irak aún no era Irak, nacieron allí las primeras palabras escritas. Parecen huellas de pájaros. Manos maestras las dibujaron, con cañitas afiladas, en la arcilla. El fuego, que había cocido la arcilla, las guardó. El fuego, que aniquila y salva, mata y da vida: como los dioses, como nosotros. Gracias al fuego, las tablillas de barro nos siguen contando, ahora, lo que había sido contado hace miles de años en esa tierra entre dos ríos. En nuestro tiempo, George W. Bush, quizá convencido de que la escritura había sido inventada en Texas, lanzó con alegre impunidad una guerra de exterminio contra Irak. Hubo miles y miles de víctimas, y no sólo gente de carne y hueso. También mucha memoria fue asesinada. Numerosas tablillas de barro, historia viva, fueron robadas o destrozadas por los bombardeos. Una de las tablillas decía: Somos polvo y nada. Todo cuanto hacemos no es más que viento. El pánico macho En la noche más antigua yacían juntos, por primera vez, la mujer y el hombre. Entonces él escuchó un ruidito amenazante en el cuerpo de ella, un crujidero de dientes entre sus piernas, y el susto le cortó el abrazo. Los machos más machos tiemblan todavía, en cualquier lugar del mundo, cuando recuerdan, sin saber qué recuerdan, aquel peligro de devoración. Y se preguntan, sin saber qué preguntan: ¿Será que la mujer sigue siendo una puerta de entrada que no tiene salida? ¿Será que en ella queda quien en ella entra? Gracias por el castigo En Babilonia, la ciudad maldita, que según la Biblia fue puta y madre de putas, se estaba alzando aquella torre que era un pecado de arrogancia humana. Y el rayo de la ira no demoró: Dios condenó a los constructores a hablar lenguas diferentes, para que nunca más pudiera nadie en tenderse con nadie, y la torre quedó para siempre a medio hacer. Según los antiguos hebreos, la diversidad de las lenguas humanas fue un castigo divino. Pero quizá, queriendo castigarnos, Dios nos hizo el favor de salvarnos del aburrimiento de la lengua única. Angelitos de Dios Cuando Flora Tristán viajó a Londres, quedó impresionada porque las madres inglesas jamás acariciaban a sus hijos. Los niños ocupaban el último peldaño de la escala social, por debajo de las mujeres. Eran tan dignos de confianza como una espada rota. Sin embargo, tres siglos antes había sido inglés el primer europeo de alta jerarquía que había reivindicado a los niños como personas dignas de respeto y disfrute. Tomás Moro los quería y los defendía, jugaba con ellos cada vez que podía y con ellos compartía el deseo de que la vida fuera un juego de nunca acabar. Mucho no perduró su ejemplo. Durante siglos, y hasta hace muy poco, fue legal el castigo de los niños en las escuelas inglesas. Democráticamente, sin distinción de clases, la civilización adulta tenía el derecho de corregir la barbarie infantil azotando a las niñas con correas y golpeando a los niños con varas o cachiporras. Al servicio de la moral social, estos instrumentos de disciplina corrigieron los vicios y las desviaciones de muchas generaciones de descarriados. Recién en el año 1986, las correas, las varas y las cachiporras fueron prohibidas en las escuelas públicas inglesas. Después, también se prohibieron en las escuelas privadas. Para evitar que los niños sean niños, los padres pueden castigarlos, siempre que los golpes se apliquen en medida razonable y sin dejar marcas. Leonardo A los veintipocos años, los vigilantes de la moral pública, los Oficiales de la Noche, arrancaron a Leonardo del taller del maestro Verrocchio y lo arrojaron a una celda. Dos meses estuvo allí, sin dormir, sin respirar, aterrorizado por la amenaza de la hoguera. La homosexualidad se pagaba con fuego, y una denuncia anónima lo había acusado de cometer sodomía en la persona de Jacopo Saltrelli. Fue absuelto, por falta de pruebas, y volvió a la vida. Y pintó obras maestras, casi todas inconclusas, que en la historia del arte inauguraron el esfumado y el claroscuro; escribió fábulas, leyendas y recetas de cocina; dibujó a la perfección, por primera vez, los órganos humanos, estudiando anatomía en los cadáveres; confirmó que el mundo giraba; inventó el helicóptero, el avión, la bicicleta, el submarino, el paracaídas, la ametralladora, la granada, el mortero, el tanque, la grúa móvil, la excavadora flotante, la máquina de hacer espaguetis, el rallador de pan... y los domingos compraba pájaros en el mercado y les abría las jaulas. Quienes lo conocieron dijeron que jamás abrazó a una mujer, pero de su mano nació el retrato más famoso de todos los tiempos. Y fue un retrato de mujer. Eurotodo Copérnico publicó, en agonía, el libro que fundó la astronomía moderna. Tres siglos antes, los científicos árabes Muhayad al-Urdi y Nasir al-Tusi habían generado teoremas que fueron importantes en el desarrollo de esa obra. Copérnico los usó, pero no los citó. Europa veía el mundo mirándose al espejo. Más allá, la nada. Las tres invenciones que hicieron posible el Renacimiento, la brújula, la pólvora y la imprenta, venían de China. Los babilonios habían anunciado a Pitágoras con mil quinientos años de anticipación. Mucho antes que nadie, los hindúes habían sabido que la tierra era redonda y le habían calculado la edad. Y mucho mejor que nadie, los mayas habían conocido las estrellas, los ojos de la noche, y los misterios del tiempo. Esas menudencias no eran dignas de atención. El Diablo es judío Hitler no inventó nada. Desde hace dos mil años, los judíos son los imperdonables asesinos de Jesús y los culpables de todas las culpas. ¿Cómo? ¿Que Jesús era judío? ¿Y judíos eran también los doce apóstoles y los cuatro evangelistas? ¿Cómo dice? No puede ser. Las verdades reveladas están más allá de la duda: en las sinagogas el Diablo dicta clase, y los judíos se dedican desde siempre a profanar hostias, a envenenar aguas benditas, a provocar bancarrotas y a sembrar pestes. Inglaterra los expulsó, sin dejar ni uno, en el año 1290, pero eso no impidió que Marlowe y Shakespeare, que quizá no habían visto un judío en su vida, crearan personajes obedientes a la caricatura del parásito chupasangre y el avaro usurero. Acusados de servir al Maligno, estos malditos anduvieron los siglos de expulsión en expulsión y de matanza en matanza. Después de Inglaterra, fueron sucesivamente echados de Francia, Austria, España, Portugal y numerosas ciudades suizas, alemanas e italianas. En España habían vivido durante trece siglos. Se llevaron las llaves de sus casas. Hay quienes las tienen todavía. La colosal carnicería organizada por Hitler culminó una larga historia. La caza de judíos ha sido siempre un deporte europeo. Ahora los palestinos, que jamás lo practicaron, pagan la cuenta. Concepción Pasó la vida luchando con alma y vida contra el infierno de las cárceles y por la dignidad de las mujeres, presas de cárceles disfrazadas de hogares. Contra la costumbre de absolver generalizando, ella llamaba al pan pan y al vino, vino: -Cuando la culpa es de todos, es de nadie -decía. Así se ganó unos cuantos enemigos. Y aunque a la larga su prestigio ya era indiscutible, a su país le costaba creérselo. Y no sólo a su país: a su época también. Allá por 1840 y algo, Concepción Arenal había asistido a los cursos de la Facultad de Derecho, disfrazada de hombre, el pecho aplastado por un doble corsé. Allá por 1850 y algo, seguía disfrazándose de hombre para poder frecuentar las tertulias madrileñas, donde se debatían temas impropios a horas impropias. Y allá por 1870 y algo, una prestigiosa organización inglesa, la Sociedad Howard para la Reforma de las Prisiones, la nombró representante en España. El documento que la acreditó fue expedido a nombre de sir Concepción Arenal. Cuarenta años después, otra gallega, Emilia Pardo Bazán, fue la primera mujer catedrática en una universidad española. Ningún alumno se dignaba escucharla. Daba clases a nadie. Humanitos Darwin nos informó que somos primos de los monos, no de los ángeles. Después supimos que veníamos de la selva africana y que ninguna cigüeña nos había traído desde París. Y no hace mucho nos enteramos de que nuestros genes son casi igualitos a los genes de los ratones. Ya no sabemos si somos obras maestras de Dios o chistes malos del Diablo. Nosotros, los humanitos: los exterminadores de todo, los cazadores del prójimo, los creadores de la bomba atómica, la bomba de hidrógeno y la bomba de neutrones, que es la más saludable de todas porque liquida a las personas pero deja intactas las cosas, los únicos animales que inventan máquinas, los únicos que viven al servicio de las máquinas que inventan, los únicos que devoran su casa, los únicos que envenenan el agua que les da de beber y la tierra que les da de comer, los únicos capaces de alquilarse o venderse y de alquilar o vender a sus semejantes, los únicos que matan por placer, los únicos que torturan, los únicos que violan. Y también los únicos que ríen, los únicos que sueñan despiertos, los que hacen seda de la baba del gusano, los que convierten la basura en hermosura, los que descubren colores que el arcoiris no conoce, los que dan nuevas músicas a las voces del mundo y crean palabras, para que no sean mudas la realidad ni su memoria.