DIAS Y NOCHES DE AMOR Y DE GUERRA (1978), de Eduardo Galeano (selección de textos) CRÓNICA DEL PERSEGUIDO Y LA DAMA DE NOCHE Se conocen, de madrugada, en un bar de lujo. A la mañana, él despierta en la cama de ella. Ella calienta café; lo beben de la misma taza. Él descubre que ella se come las uñas y que tiene lindas manos de gurisa chica. No se dicen nada. Mientras se viste, él busca palabras para explicarle que no le podrá pagar. Sin mirarlo, ella dice, como quien no quiere la cosa: -No sé ni cómo te llamas. Pero si querés quedarte, quédate. La casa no es fea. Y se queda. Ella no hace preguntas. Él tampoco. Por las noches, ella se va a trabajar. Él sale poco o nada. Pasan los meses. Una madrugada, ella encuentra la cama vacía. Sobre la almohada, una carta que dice: Quisiera llevarme una mano tuya. Te robo un guante. Perdóname. Te digo chau y mil gracias por todo. Él atraviesa el río con documentos falsos. A los pocos días, cae preso en Buenos Aires. Cae por una boba casualidad. Lo venían buscando desde hacía un año. Él coronel lo insulta y lo golpea. Lo alza por las solapas: -Nos vas a decir dónde estuviste. Vas a decirnos todo. Él contesta que vivió con una mujer en Montevideo. El coronel no cree. Él muestra la fotografía: ella sentada en la cama, desnuda, con las manos en la nuca, el largo pelo negro resbalando sobre los pechos. -Con esta mujer -dice-. En Montevideo. El coronel le arranca la fotografía de la mano y de pronto hierve de furia, pega un puñetazo en la mesa, grita, la puta madre que la parió, traidora hija de puta, me la va a pagar, desgraciada, ésta si que me la va a pagar. Y entonces él se da cuenta. La casa de ella había sido una trampa, montada para cazar a tipos como él. Y recuerda lo que ella le había dicho, un mediodía, después del amor: -¿Sabes una cosa? Yo nunca sentí, con nadie, esta... esta, alegría de los músculos. Y por primera vez entiende lo que ella había agregado, con una rara sombra en los ojos: -Alguna vez tenía que pasarme, ¿no? -había dicho-. Joderse. Yo sé perder. (Esto sucedió en el año 56 o 57, cuando los argentinos acosados por la dictadura cruzaban el río y se escondían en Montevideo.) GUERRA DE LA CALLE, GUERRA DEL ALMA Cada una de mis mitades no podría existir sin la otra. ¿Se puede amar la intemperie sin odiar la jaula? ¿Vivir sin morir, nacer sin matar? En mi pecho, plaza de toros, pelean la libertad y el miedo BUENOS AIRES, JULIO DE 1975: LOS HOMBRES QUE CRUZAN EL RÍO Hoy me entero de que todos los meses, el día que sale la revista, un grupo de hombres atraviesa el río Uruguay para leerla. Son una veintena. Encabeza el grupo un profesor de sesenta y pico de años que estuvo largo tiempo preso. Por la mañana salen de Paysandú y cruzan a tierra argentina. Compran, entre todos, un ejemplar de Crisis y ocupan un café. Uno de ellos lee en voz alta, página por página, para todos. Escuchan y discuten. La lectura dura todo el día. Cuando termina, dejan la revista, de regalo al dueño del café y se vuelven a mi país, donde está prohibida. -Aunque sólo fuera por eso -pienso- valdría la pena. MI PRIMERA MUERTE FUE ASÍ 1. Me pasaba las noches sentado en la cama y llenando ceniceros. Silvia, inocente, dormía de un tirón. Yo la odiaba a la hora del amanecer. La despertaba, la sacudía por los hombros, quería decirle: éstas son las preguntas que no me dejan dormir. Quería decirle: me siento solo, yo perseguidor, perro que ladra a la luna, pero no sé qué carajo me salía de la boca en lugar de palabras. Creo que tartamudeaba disparates, como ser, pureza, sagrado, culpa, hambre de magia. Llegué a convencerme de que había nacido equivocado de siglo o de planeta. Hacía pocos años que yo había perdido a Dios. Se me había roto el espejo. Dios tenía los rasgos que yo le ponía y decía las palabras que yo esperaba. Mientras fui niño, me puso a salvo de la duda y de la muerte. Había perdido a Dios y no me reconocía en los demás. La militancia política no me aliviaba, aunque en más de una ocasión, enchastrado de arriba a abajo por el engrudo de las pegatinas, pude sentir un alegre cansancio o sensación de combate que valía la pena. Alrededor había un mundo quieto y domesticado para la obediencia, en el que cada ciudadano representaba su personaje (algunos tenían un elenco completo) y echaban puntualmente su saliva los perritos de Pavlov. Varias veces intenté escribir. Yo intuía que ésa podía ser una manera de sacarme de adentro a la mala bestia que me había crecido. Escribía una palabra, una frase a veces, y en seguida la tachaba. Al cabo de algunas semanas o meses la hoja estaba toda lastimada, quieta en su sitio sobre la mesa, y no decía nada. 2. Quise llorar. Lloré. Tenía diecinueve años recién cumplidos y preferí pensar que lloraba por el humo de todas las cosas mías que estaba quemando. Armé un buen incendio de papeles, fotos y dibujos, para que no quedara nada de mí. Se llenó la casa de humo y yo me senté en el suelo y lloré. Después salí a recorrer farmacias y compré luminales como para matar a un caballo. Ya había elegido el hotel. Mientras caminaba por la calle Río Branco, calle abajo, sentía que estaba muerto desde hacía horas o años, vacío de curiosidad y de deseo, y que sólo me faltaba cumplir con los trámites. Sin embargo, al llegar al cruce de la calle San José un automóvil se me vino encima y mi cuerpo, que estaba vivo, pegó un salto descomunal hasta la vereda. Lo último que recuerdo de mi primera vida es una ranura de luz en la puerta cerrada mientras yo me hundía en una noche serena que no iba a terminarse nunca. 3. Me desperté, al cabo de varios días de coma, en la sala de presos del hospital Maciel. Era para mí un mercado de Calcuta: veía tipos medio desnudos, con turbantes, vendiendo baratijas. Se les salían los huesos, de tan flacos. Estaban sentados en cuclillas. Otros hacían danzar a las serpientes con una flauta. Cuando salí de Calcuta no había mugre ni sombras dentro de mí. Por fuera estaba destrozado, culpa del ácido de las meadas y la mierda que el cuerpo había seguido echando por su cuenta, mientras yo dormía mi muerte en el hotel. El cuerpo nunca me perdonó. Me quedaron las cicatrices: la piel de cebolla que ahora me impide andar a caballo en pelo, como quisiera, porque se abre y sangra, y en las piernas las marcas de las heridas que llegaron hasta el hueso. Todas las mañanas las veo, cuando me levanto y me pongo las medias. Pero eso era lo de menos en aquellos días del hospital. Se me habían lavado los ojos: veía al mundo por primera vez y me lo quería comer. Todos los días siguientes iban a ser de regalo. Dos por tres me olvido, y regalo a la tristeza esta vida de yapa. Me dejo expulsar del Paraíso, dos por tres, por ese Dios castigador que no termina de irse de adentro de uno. 4. Entonces pude escribir y empecé a firmar con mi segundo apellido, Galeano, los artículos y los libros. Hasta hace poco creía que lo había decidido por las dificultades fonéticas que en castellano tiene mi apellido paterno. Al fin y al cabo, era por eso que yo lo había castellanizado: firmaba Gius, en vez de Hughes, los dibujos que, desde muy chiquilín, publicaba en El Sol. Y recién ahora, una noche de éstas, me di cuenta de que llamarme Eduardo Galeano fue, desde fines de 1959, una manera de decir: soy otro, soy un recién nacido, he nacido de nuevo. BUENOS AIRES, OCTUBRE DE 1975: LA VIDA COTIDIANA DE LA MÁQUINA Orlando Rojas es paraguayo, pero vive en Montevideo desde hace añares. Me cuenta que unos policías irrumpieron en su casa y se llevaron los libros. Todos: los de política y los de arte, los de historia y los de fauna y flora. En el grupo había un muchacho joven, sin uniforme, que se ponía lívido y chillaba, ante ciertos títulos, como un inquisidor ante el aquelarre. Un oficial increpó a Orlando: -Ustedes arman mucho lío, pero son diez. -Somos diez. Por ahora somos diez -dijo el paraguayo, que habla muy lento-. Pero cuando seamos once... Se lo llevaron a él también. Lo tuvieron preso y lo soltaron. A la semana lo volvieron a encerrar: -Se perdió la declaración. Lo maltrataron, lo expulsaron del Uruguay. En Buenos Aires, la policía lo estaba esperando. Le sacaron los documentos. -Tuve suerte -dice Orlando. -Ándate -le digo-. Te van a matar. 2. Me encuentro con Ana Basualdo. Ella también tuvo suerte. Le vendaron los ojos y la arrancaron de su casa de Buenos Aires. No sabe adonde la llevaron. Le ataron con cuerdas las manos y los pies. Le anudaron al cuello un hilo de nailon. La golpearon y la patearon mientras le hacían preguntas sobre un artículo que ella había publicado. -Ésta es una guerra santa. Te hemos juzgado y condenado. Te vamos a fusilar. Al amanecer, la hicieron bajar de un coche. La apretaron contra un árbol. Ella estaba de espaldas y con la venda en los ojos, pero sentía que varios hombres se ponían en fila y se arrodillaban. Escuchó el clic de las armas. Una gota de transpiración le corrió por la nuca. Entonces vino la ráfaga. Después Ana descubrió que seguía viva. Se palpó; estaba intacta. Escuchó ruidos de motores que se alejaban. Consiguió desatarse y se arrancó la venda. Llovía, y vio muy oscuro el cielo. En alguna parte ladraban perros. Ella estaba rodeada de árboles altos y viejos. -Una mañana hecha para morirse -pensó. PARA QUE SE ABRAN LAS ANCHAS ALAMEDAS 1. No le reconocí la voz ni el nombre. Me dijo que me había visto en 1971, en el café Sportman de Montevideo, cuando ella estaba por viajar a Chile. Yo le había dado unas líneas de presentación para Salvador Allende. "¿Te acórdas?" -Ahora quiero verte. Tengo que verte sin falta -dijo. Y dijo que me traía un mensaje de él. Colgué el teléfono. Me quedé mirando la puerta cerrada. Hacía seis meses que Allende había caído acribillado a balazos. No pude seguir trabajando. 2. En el invierno de 1963, Allende me había llevado al sur. Con él vi nieve por primera vez. Charlamos y bebimos mucho, en las noches larguísimas de Punta Arenas, mientras caía la nieve al otro lado de las ventanas. Él me acompañó a comprarme calzoncillos largos de frisa. Allá los llaman matapasiones. Al año siguiente, Allende fue candidato a la presidencia de Chile. Atravesando la cordillera de la costa, vimos juntos un gran cartel que proclamaba: "Con Frei, los niños pobres tendrán zapatos". Alguien había garabateado, abajo: "Con Allende, no habrá niños pobres". Le gustó eso, pero él sabía que era poderosa la maquinaria del miedo. Me contó que una mucama había enterrado su único vestido, en el fondo de la casa del patrón, por si ganaba la izquierda y venían a quitárselo. Chile sufría una inundación de dólares y, en las paredes de las ciudades, los barbudos arrancaban a los niños de los brazos de sus mamas para llevárselos a Moscú. En esas elecciones de 1964, el frente popular fue derrotado. Pasó el tiempo; nos seguimos viendo. En Montevideo, lo acompañé a las reuniones políticas y a los actos; fuimos juntos al fútbol; compartimos la comida y los tragos, las milongas. Lo emocionaba la alegría de la multitud en las tribunas, el modo popular de celebrar los goles y las buenas jugadas, el estrépito de los tamboriles y los cohetes, las lluvias de papelitos de colores. Adoraba el panqueque de manzanas en el Morini viejo, y el vino Cabernet de Santa Rosa le hacía chasquear la lengua, por pura cortesía, porque bien sabíamos los dos que los vinos chilenos son mucho mejores. Bailaba con ganas, pero en un estilo de caballero antiguo, y se inclinaba para besar las manos de las muchachas. 3. Lo vi por última vez poco antes de que asumiera la presidencia de Chile. Nos abrazamos en una calle de Valparaíso, rodeados por las antorchas del pueblo que gritaba su nombre. Esa noche me llevó a Concón y a la madrugada nos quedamos solos en el cuarto. Sacó una cantimplora de whisky. Yo había estado en Bolivia y en Cuba. Allende desconfiaba de los militares nacionalistas bolivianos, aunque sabía que iba a necesitarlos. Me preguntó por nuestros amigos comunes de Montevideo y Buenos Aires. Después me dijo que no estaba cansado. Se le cerraban los ojos de sueño y seguía hablando y preguntando. Entreabrió la ventana, para oler y escuchar el mar. No faltaba mucho para el alba. Esa mañana tendría una reunión secreta, allí en el hotel, con los jefes de la Marina. Unos días después, cenamos en su casa, junto con José Tohá, hidalgo pintado por el Greco, y Jorge Timossi. Allende nos dijo que el proyecto de nacionalización del cobre iba a rebotar en el Congreso. Pensaba en un gran plebiscito. Tras la bandera del cobre para los chilenos, la Unidad Popular iba a romper los moldes de la institucionalidad burguesa. Habló de eso. Después nos contó una parte de la conversación que había tenido con los altos oficiales de la Marina, en Concón, aquella mañana, mientras yo dormía en el cuarto de al lado. 4. Y después fue presidente. Yo pasé por Chile un par de veces. Nunca me animé a distraerle el tiempo. Vinieron tiempos de grandes cambios y fervores, y la derecha desató la guerra sucia. Las cosas no sucedieron como Allende pensaba. Chile recuperó el cobre, el hierro, el salitre; los monopolios fueron nacionalizados y la reforma agraria estaba partiendo la espina dorsal de la oligarquía. Pero los dueños del poder, que habían perdido el gobierno, conservaban las armas y la justicia, los diarios y las radios. Los funcionarios no funcionaban, los comerciantes acaparaban, los industriales saboteaban y los especuladores jugaban con la moneda. La izquierda, minoritaria en el Parlamento, se debatía en la impotencia, y los militares actuaban por su cuenta. Faltaba de todo: leche, verdura, repuestos, cigarrillos; y sin embargo, a pesar de las colas y la bronca, ochocientos mil trabajadores desfilaron por las calles de Santiago, una semana antes de la caída, para que nadie creyera que el gobierno estaba solo. Esa multitud tenía las manos vacías. 5. Y ahora terminaba el verano del 74, hacía seis meses que habían arrasado el Palacio de la Moneda, y esta mujer estaba sentada ante mí, en mi escritorio de la revista en Buenos Aires, y me hablaba de Chile y de Allende. -Y él me preguntó por vos. Y me dijo: "¿Y dónde está Eduardo? Dile que se venga conmigo. Dile que yo lo llamo". -¿Cuándo fue eso? -Tres semanas antes del golpe de estado. Te busqué en Montevideo y no te encontré; estabas de viaje. Un día te llamé a tu casa y me dijeron que te habías venido a vivir a Buenos Aires. Después pensé que ya no valía la pena decírtelo. EL SISTEMA Medio millón de uruguayos fuera del país. Un millón de paraguayos, medio millón de chilenos. Los barcos zarpan repletos de muchachos que huyen de la prisión, la fosa del hambre. Estar vivo es un peligro; pensar, un pecado; comer, un milagro. Pero, ¿cuántos son los desterrados dentro de las fronteras del propio país? ¿Qué estadística registra a los condenados a la resignación y al silencio? El crimen de la esperanza, ¿no es peor que el crimen de las personas? La dictadura es una costumbre de la infamia: una máquina que te hace sordo y mudo, incapaz de escuchar, impotente de decir y ciego de lo que está prohibido mirar. El primer muerto por torturas desencadenó, en el Brasil, en 1964, un escándalo nacional. El muerto por torturas número diez apenas si apareció en los diarios. El número cincuenta fue aceptado como "normal". La máquina enseña a aceptar el horror, como se acepta el frío en invierno. BUENOS AIRES, MAYO DE 1976: ABRO LA PUERTA DEL CUARTO DONDE DORMIRÉ ESTA NOCHE Estoy solo. Y me pregunto: ¿Existe una mitad de mí que me espera todavía? ¿Dónde está? ¿Qué hace mientras tanto? ¿Vendrá lastimada, la alegría? ¿Tendrá los ojos húmedos? Respuesta y misterio de todas las cosas: ¿Y si nos hemos cruzado ya y nos hemos perdido sin enterarnos siquiera? Cosa curiosa: no la conozco y sin embargo la extraño. Tengo nostalgia de un país que no existe todavía en el mapa.